viernes, 25 de septiembre de 2009

Biblioteca


La afable bibliotecaria indicaba usos y costumbres, derechos y obligaciones de la Biblioteca. Detrás suyo surgió otra cosa: emanó otra historia por debajo de lo institucional.
Porque al observar a aquella mujer ví al trasluz, en el umbral de la Biblioteca, que ahí frente estaba, no cualquier bibliotecaria, sino esa mujer, aquella que ví los cuatro días que duró Enlaces, el festival, puerta por la cual ingresé nuevamente a la Universidad.
Pero jamás la había visto sola, sino siempre acompañada por aquel chico, muy delgado, rostro semiperplejo y tez blanca (su hijo); casi siempre junto a otros dos adolescentes, un chico y una chica, que formaban un curioso grupo que, al igual que yo descubría día a día la agitada vida de Enlaces.
Mutua, bajo la mágica empatía de estar en mismo encuentro, aquel chico me parecía que era el signo de una inocencia nueva y viva.
En su deslumbramiento, veía la timidez de quien entreve por primera vez, la existencia de nuevas posibilidades reales y efectivas de participar en la construcción de espacios de creación colectiva.
Una cita entre arte y vida, a la cual no sólo uno no puede rehúsarse, sino frente a la cual hay que saber decir sí.
Él también había participado con una obra en un sector de la muestra.
Y una tarde, en la que aún el festival no se había abierto, fuí a curiosear en aquel sector: entré en aquella aula flanqueada por dos maniquíes de pechos pintados para descubrir una escena desolada.
Ahí estaban lo restos de una noche donde un idiota viento, bastante violento, había causado, entre otras perjuicios, la rotura de una obra- espejo, cuyo trizamiento me pareció elocuente. Luego se siguieron exhibiendo los restos de la obra, cuidadosamente presentados.
Ambos jugabámos, con devoción y entrega de aquel ámbito de fiesta, concurriendo de forma total al encuentro con nuestro propio destino por aquellos días.
Uno de dos últimos días advertí que el grupo se aprestaba a bajar del mismo tren. Todos éramos pasajeros de un viaje espacio-temporal. A esa altura yo percibía el proceso de transformación en sus cuerpos. Leía la experiencia en los comportamientos corporales del adolescente.
El era como el humus en el cual prende la cultura.
Indisolublemente, ligados dentro del mismo proceso de vivificación, ambos nos transformamos en otra cosa durante aquel largo evento.
Y cuando la bibliotecaria, me contó que su hijo lloró, después que el evento finalizara, entendí que aquella necesidad también había sido parte de la mía.
Idéntica intensidad de los primeros contactos, junto a la necesidad de volver a sentirlos, como ahora, que ingreso nuevamente a la Biblioteca.

Todos vivimos en esa misma ilusión.

El reloj es un corazón que late. Vuelvo a percibirlo como tal. En el espacio silencioso vuelve a percutir el tiempo. Es misterioso este latir. Los libros que reposan en los estantes son corazones dormidos. Cápsulas de tiempo que se abren.

Si casi ya no se reciben cartas ¿será que casi no se escriben o que no hay destinos a los cuales esas cartas deban llegar?

"El libro que vendrá" se llama el libro. Un chirrido llega desde otro lugar del mundo-edificio Biblioteca.
Tuve que esperar salir del gris corazón delator de la fábrica de Cigarrillos & Letras para llegar a oír el palpitar del tiempo en Caseros.

El que llega repira de modo soterrado y su respiración me inspira. El estampado de mosaico de su buzo campera es otro fragmento, una nueva totalidad.
Y su rostro serio e imperturbable, tan serio como solo puede serlo el rostro juvenil de veinte años, me sonrió.

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